Los cobradores de micro tienen ya un lugar en el paisaje folclórico de Trujillo, pero esa imagen debe cambiar...
Una de las imágenes que más llama la atención, dentro del transporte masivo de Trujillo, es la ofrecen los cobradores de los micros.
Generalmente son muchachos encargados de recabar el pasaje y llamar, a gritos o silbidos, a los usuarios.
Su función también es abrir, cerrar la puerta y solicitar ir más al fondo, a quienes suben, para hacer ingresar más gente.
En caso de estar parados y hay un policía en la esquina, sugieren a las personas que se pongan en cuclillas para evitar la papeleta.
Pero lo que realmente impresiona, es la actitud que los cobradores adoptan cuando tienen que marcar la tarjeta de control del tiempo empleado por sus unidades.
Media cuadra, o mucho antes del lugar donde está el reloj, se lanzan con vertiginosa rapidez eludiendo a todo lo que está por delante, incluyendo vehículos.
Jadeantes, sudorosos, sucios y malolientes, regresan con el famoso ticket pronunciando un número, que siempre es sinónimo de atraso.
Según los minutos perdidos, el piloto continúa despacio o imprime la mayor velocidad que le permiten los demás carros, incluso dejando pasajeros varados en el camino.
Lo único que importa, en ese instante, es recuperar el tiempo. No interesa que los que van adentro estén agarrados de donde pueden y con el corazón en la boca a causa del susto.
A pesar del peligro que representan, el público sigue subiendo a estos vehículos. "Son un mal necesario...", dicen.
Lo lamentable es que funcionan al ritmo que les imponen los dueños de la ruta. Jamás cumplen las reglas de tránsito, menos, respetan al pasajero, al que se debe su existencia.
Y allí están los micros y sus cobradores. A toda velocidad. Eludiendo a la policía. Viejos y oxidados. Verdaderas latas de sardinas en las que se ha reemplazado al pescado por personas.
Los deportistas corren para obtener un trofeo o prestigio, los maratonistas de micro exponen su vida para ganar unos soles y poder subsistir…
Generalmente son muchachos encargados de recabar el pasaje y llamar, a gritos o silbidos, a los usuarios.
Su función también es abrir, cerrar la puerta y solicitar ir más al fondo, a quienes suben, para hacer ingresar más gente.
En caso de estar parados y hay un policía en la esquina, sugieren a las personas que se pongan en cuclillas para evitar la papeleta.
Pero lo que realmente impresiona, es la actitud que los cobradores adoptan cuando tienen que marcar la tarjeta de control del tiempo empleado por sus unidades.
Media cuadra, o mucho antes del lugar donde está el reloj, se lanzan con vertiginosa rapidez eludiendo a todo lo que está por delante, incluyendo vehículos.
Jadeantes, sudorosos, sucios y malolientes, regresan con el famoso ticket pronunciando un número, que siempre es sinónimo de atraso.
Según los minutos perdidos, el piloto continúa despacio o imprime la mayor velocidad que le permiten los demás carros, incluso dejando pasajeros varados en el camino.
Lo único que importa, en ese instante, es recuperar el tiempo. No interesa que los que van adentro estén agarrados de donde pueden y con el corazón en la boca a causa del susto.
A pesar del peligro que representan, el público sigue subiendo a estos vehículos. "Son un mal necesario...", dicen.
Lo lamentable es que funcionan al ritmo que les imponen los dueños de la ruta. Jamás cumplen las reglas de tránsito, menos, respetan al pasajero, al que se debe su existencia.
Y allí están los micros y sus cobradores. A toda velocidad. Eludiendo a la policía. Viejos y oxidados. Verdaderas latas de sardinas en las que se ha reemplazado al pescado por personas.
Los deportistas corren para obtener un trofeo o prestigio, los maratonistas de micro exponen su vida para ganar unos soles y poder subsistir…
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