lunes, 10 de marzo de 2014

¡LOS HÉROES ANÓNIMOS DE FUKUSHIMA…!




Los operarios detectando los niveles de radiación en el exterior de la planta nuclear.



Ordenados en fila. Listos para ingresar a la planta nuclear de Fukushima y evitar la catástrofe. Muchos, no regresaron.

Saliendo de las entrañas del infierno nuclear. Setenta murieron en el interior debido a la alta radiación durante el operativo.
 

 Dramáticos mensajes de familiares conmovieron al mundo
“Papá, por favor, regresa vivo…”
           
Hace tres años, el 11 de marzo del 2011, ocurrió el terremoto y tsunami de Fukushima, que tuvo como epicentro el mar frente a la costa de Honshu, en la prefectura de Miyagi, al noreste de Japón.
             
Murieron miles de personas y otras miles fueron dadas por desaparecidas. Sus cuerpos no se encontraron. Nunca más se supo de ellos. Otros miles quedaron desplazados.
             
El desastre provocó el incendio del reactor número tres de la central nuclear  Fukushima Daichi que amenazaba explotar generando consecuencias  impredecibles.
             
Urgente era apagar las llamas, devolver la electricidad a la planta, limpiar la zona de escombros y enfriar las piscinas de los reactores nucleares.
             
Dicha tarea no podía ser realizada por ninguna máquina, ni aparato alguno. Había necesidad de ingresar y actuar en el mismo interior de la fábrica.
             
No quedó otra alternativa que convocar a un grupo de voluntarios para cumplir tal labor. Y así se hizo.
             
Reunidos  de inmediato, se les comunicó la gravedad del problema y solicitó su colaboración.
             
La respuesta, serena, abnegada y valiente, no se hizo esperar. Todos los que estaban presentes aceptaron el desafío.
             
A pesar del peligro que significaba, pues había que exponer la vida, nadie se escondió. Ni mucho menos se opusieron al reto. Nadie intentó huir.
             
Figuraban entre ellos ingenieros, bomberos, militares y trabajadores que procedieron a formar uno tras otro para ser los primeros en entrar.
             
En ese momento de suprema decisión, ninguno hizo el ademán de extraer el celular del bolsillo para comunicárselo a sus familiares.
             
Es común entre los japoneses realizar o celebrar grandes acciones sin mayores aspavientos. Sin que nadie lo sepa.
             
Al principio fueron más de doscientos los escogidos. La cifra aumentó con el transcurrir de los días. La orden era entrar separados en grupos de cincuenta.
            
No se podía perder tiempo. Ni siquiera de orar. Cada uno recibió el equipo de emergencia consistente en un traje protector, bombas de oxígeno, botas y guantes.  
             
Adicionalmente, se les dio un detector de radiación. Un aparato que no podían perder, porque de él dependía su vida. Indicaba el momento en que debían abandonar el área por los altos niveles alcanzados.
            
La misión suicida consistía en ingresar durante unos instantes a las entrañas de ese infierno para cumplir funciones específicas. Sin estorbarse. 
            
Los operarios eran la única esperanza para impedir la expansión de los letales efectos radiactivos a las zonas aledañas. La acción fue ininterrumpida. Día y noche. Unos salían y otros entraban.
             
Ellos tenían en su mente la idea fija de arriesgarse al límite máximo para salvar a quienes vivían en las inmediaciones y evitar una posible catástrofe para el país y, posiblemente, para el mundo.
             
Al final se supo que varios entraron en contacto con el agua  contaminada y registraron  hasta diez mil veces más el nivel de radiación permitida por el ser humano.
             
Durante el transcurso del operativo, periodistas extranjeros que llegaron para cubrir el suceso entrevistaron a familiares de los trabajadores de la planta.
             
Al respecto, el tabloide británico The Daily Telegraph publicó algunas conmovedoras declaraciones surgidas de sus angustiosas historias personales.
            
“Mi hijo y sus colegas han analizado detenidamente la situación y se han resignado a morir…”, declaró entre lágrimas una acongojada madre.
             
Otra, alcanzó a pronunciar: “Él, un día me dijo que posiblemente todos mueran de una enfermedad por la radiación en corto tiempo o cáncer a largo plazo…”
            
"Mi padre todavía está dentro de la planta y se están quedando sin comida. Creo que las condiciones son realmente duras. Él, dice que ha aceptado su suerte…", anotó la hija de uno de los operarios en un e-mail enviado a la televisión estatal.
             
"Mis ojos se llenan de lágrimas…", posteó en Twitter la hija de otro de ellos, quien se ofreció como voluntario cuando solo le faltaban seis meses para jubilarse.
             
Y agregó: "En casa, no parece una persona que pueda hacerse cargo de grandes tareas, pero hoy estoy realmente orgullosa de él. Y rezo porque regrese sano…”.
            
Un usuario del Facebook escribió: “Oremos para que regresen a sus hogares sanos y salvos y que Dios los ayude en cada momento que pasan trabajando en los reactores luchando por el país y su gente…”
             
Una hija anónima anotó: “Mi padre se fue a la planta nuclear. Nunca vi llorar tanto a mi madre. Pero nunca había estado tan orgullosa de él. Por favor, papá, regresa vivo…”
             
Como era de suponer, no todos retornaron. Durante el riesgoso operativo, setenta voluntarios murieron a causa de las imprevistas y fatales explosiones.
            
Otros, que salieron vivos, fueron hospitalizados de emergencia debido a las manifestaciones de náusea y síntomas de fatiga extrema.
             
Más de una docena presentaban alteraciones genéticas por exposición a la radiación con posibilidad de contraer cáncer a largo plazo.
             
Fue una tarea titánica prolongada durante varias semanas, pero se logró el objetivo. Meses después, se informó la muerte de otros operarios debido a las mismas causas
.           
La tragedia exteriorizó, una vez más, la responsabilidad, el valor, el  elevado estoicismo y el reconocido espíritu de sacrificio del pueblo japonés
             
Antes de cumplirse un mes de la catástrofe, el 7 de setiembre, los operarios de Fukushima fueron galardonados con el premio Príncipe de Asturias de la Concordia por su “valioso y ejemplar comportamiento”.
             
Sin embargo, tal distinción no los deslumbró. Desde que decidieron enfrentar el peligro, la ciudadanía reconoció su denodado esfuerzo e ilimitado valor.
            
Esa consideración era suficiente para dejarlos satisfechos y era lo único que esperaban de su gente.
             
Para los japoneses, como para el resto de la humanidad, los trabajadores de la central nuclear de Fukushima no morirán nunca.
             
Ellos, inmortalizaron sus nombres para siempre…

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