domingo, 10 de mayo de 2015

LOS CONSEJOS ETERNOS: ¡DE MI MADRE EMILIA…!




“¡Donde vayas, saluda…!”, “¡Cede el asiento y la vereda a los mayores…!”, “¡No arrojes la basura en la calle…!”.
            
De estas enseñanzas, hace ya mucho tiempo. Pero las siento frescas aún. Tendría tres o cuatro años, cuando mi madre Emilia Delgado Concepción, me detuvo justo en la puerta de nuestra casa.
            
Me disponía visitar a mi amigo Manuel Merino Moya quien vivía a lado, en la añorada cuadra dos del jirón Diego de Almagro. El corazón de Trujillo. A unos pasos de la Plaza de Armas.
             
Pensé que era para prohibirme salir. Estaba equivocado. Fue solo para decirme lo siguiente:
             
-- Saluda a los padres de tu amiguito. Y, elevando la voz, remarcó: No lo olvides nunca. ¡Donde vayas, saluda…!

-- Si mamá, respondí y salí corriendo. Al llegar a la vecina el entrecortado saludo, fue mi infantil carta de presentación.
             
La recomendación se me quedó para siempre. En la actualidad, saludo a donde voy y al levantar el teléfono, lo primero que digo es: “¡Aló, buenos días…!”.
             
Transcurrieron unos años para que mi madre me diera otro consejo:
             
-- Cuando vayas sentado en un ómnibus y suba una persona mayor de edad, cédele el asiento. Y, al caminar, también cede la vereda a los mayores.
            
 Aunque ahora parezca raro, los muchachos de esa época competíamos entre nosotros por ponernos de pie y permitir que un adulto ocupe nuestro asiento.
             
Respecto a la basura, mamá empleó otra forma para orientarme.
             
-- Freddy. No compres nada en la calle. Mucho menos si es para comer. No arrojes papeles al suelo. Fue suficiente. Quedó grabado en mi mente hasta hoy.
             
Más tarde, contraje matrimonio, recordé las frases de mi madre y trasmití el mismo mensaje de educación y civismo a mis hijos.
             
Hace unos días acudí a realizar una gestión donde, además de la firma, debía consignar mi huella digital.
             
Mi dedo índice quedó manchado con la tinta del tampón, así que me alcanzaron un papel para limpiarme. Busqué el tacho de basura y no lo encontré.
             
Salí de la oficina y realicé otras actividades. Ya en casa, introduje la mano en el bolsillo y hallé el papel arrugado que sirvió para asearme.
            
Para mí eso es algo común. Otras veces, dentro de una bolsita, hay cáscaras de fruta o golosinas que consumí al andar o unos volantes que me dieron en el centro.
             
Cierto día, observé a un vigilante que, sin inmutarse, lanzaba un papel frente a la puerta del local que resguardaba.
            
No pude contenerme y le hablé, con buenos términos, que había obrado mal. Enfurecido, me gritó lo que quiso mencionando hasta mi última generación.
             
Ahora, cuando veo que alguien arroja basura, yendo aún contra mi propia voluntad, prefiero morderme los labios.
             
Es entonces que, con sublime ternura e infinita gratitud, evoco su inolvidable rostro y recuerdo los consejos eternos de mi madre: Emilia

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